domingo, 19 de junio de 2011

DIÁLOGO CON LA TRASCENDENCIA

LA HORA DE LA VERDAD

LA HORA DE LA VERDAD

1. CON UN PIE EN LA OTRA ORILLA

La vida es breve y no hay tiempo que perder en frivolidades. Llamo hora de la verdad a ese momento culminante de la vida en que la muerte llama a nuestra puerta y no espera siquiera a que preparemos la bolsa de viaje. La muerte no es ninguna señora o ser de ultratumba que viene a quitarnos la vida como un ave de rapiña inmisericorde. La muerte es el reverso y término final del desgaste natural de nuestra vida terrenal. Por esta razón cabe decir con fundamento que una buena muerte es el mejor final de una vida. Pues bien, el día 28 de noviembre del 2010 pudo haber sido el último de mi vida en este mundo. Después del desayuno me senté ante la computadora para diseñar el esquema de la homilía que habría de predicar en la Misa de las 13 horas y antes de escribir una sola palabra sentí un mareo que me dejó casi sin sentido en la silla durante unas décimas de segundo. Lo interpreté como un aviso serio y tomé asiento cómodamente en una butaca en posición de descanso pero pocos minutos después tuve la impresión de que la cosa iba a más. Me eché en la cama pero no me sentía bien. Salí de mi habitación pensando que tal vez necesitaba aire fresco para contrarrestar el calor de la calefacción pero de retorno tuve que apoyarme en la pared del pasillo para evitar caer al suelo. De regreso en mi habitación preparé una bolsa de emergencia y llamé a la puerta del P. Fernando Mañero. No me encuentro, le dije, en condiciones para celebrar la Misa dominical de las 13 horas. Creo que debo acudir cuanto antes a los servicios de urgencia del hospital. Pocos minutos después llegamos sin incidentes a la puerta de Urgencias del Hospital de Madrid/ Sanchinarro/Norte. Salí del coche y apenas había dado unos pasos hacia la puerta se repitió el mareo y traté de apoyarme en la pared al lado derecho de la misma para caer de la forma más dulce posible. Allí mismo caí al suelo perdiendo totalmente el sentido ante la mirada asombrada y compasiva de los que esperaban su turno en los servicios de urgencia.

¿Cuánto tiempo duró mi estado de inactividad cerebral y somática? Ciertamente este tiempo debió ser muy corto pero no puedo calcularlo. Para ello necesitaría hablar con quienes fueron testigos de mi desvanecimiento y recuperación. Lo que sí puedo decir con toda certeza es que perdí totalmente la conciencia de mí mismo por unos instantes, pero no tuve ninguna sensación de dolor ni quedó rastro alguno de heridas o traumatismo en mi cuerpo a causa de la caída. Lo que recuerdo perfectamente es que al recobrar la conciencia me encontré sentado en el suelo, rodeado por el personal sanitario, como quien despierta de un dulce sueño. Me pregunté interiormente a mí mismo dónde estaba y en décimas de segundo tuve conciencia perfecta de todo lo que había ocurrido. A mi lado estaba ya la silla de ruedas, me sentaron en ella y así llegué ante el mostrador de recepción donde presenté yo mismo la documentación sanitaria y expuse el motivo que me había llevado hasta allí. Poco después me encontraba en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) atendido por el equipo sanitario que puso a mi disposición todos los medios de emergencia propios del caso. Cuando todo estuvo bajo control llamaron al P. Fernando para informarle de mi situación y pudiera hacerse una idea exacta de la misma. Yo lo tenía todo muy claro y me parecía lógico y normal que mi hora de descansar en la casa del Padre había llegado, por lo que aproveché su presencia para despedirme de todo y de todos ante su persona.

Ya instalado en la UCI con todo el equipamiento médico que requería el caso llegó el P. Fernando al que informé sobre el lugar y la forma de encontrar en mi habitación las cosas que pudieran ser administrativamente útiles o necesarias en caso de mi fallecimiento. Luego le pedí que, de regreso en casa, despidiera de mi parte a mis compañeros por si no había lugar para que lo hiciera yo personalmente. Por último, yo daba por supuesto que en un buen hospital como en el que yo me encontraba debía haber alguien responsable de los servicios religiosos para las personas que lo solicitan. Por ello le pedí que solicitara esos servicios para mí. Pero rectifiqué inmediatamente al darme cuenta de que no tenía sentido pedir un servicio a la institución sanitaria que el P. Fernando podía prestarme allí mismo sobre la marcha sin pérdida de tiempo. Él comprendió que yo me estaba despidiendo de todo y de todos y con lágrimas en los ojos me dio la absolución.

La primera noche en la UCI fue toledana. Me pusieron un tratamiento de choque contra la tormenta de arritmias cardiacas que se había desatado presuntamente en el ventrículo izquierdo pero sin resultado inmediato satisfactorio. La alarma no cesó de sonar durante toda la noche ante lo cual decidieron añadir un tratamiento solapado complementario el cual empezó a dar buenos resultados aunque más lentamente de lo deseable. Los mareos se repetían pero no hasta el punto de perder el sentido. Cada mareo se producía cuando la sangre no llegaba de una forma regular y continuada al cerebro. Yo preveía que en uno de esos instantes de discontinuidad sanguínea se apagara la dinámica cerebral y me preparaba para asumir el hecho mediante un diálogo permanente y puntual con la Trascendencia. Quiero decir, con Dios a través de Jesucristo muerto y resucitado. Entre la muerte de Cristo y la mía, pensaba yo, entre otras cosas, había algo en común que era el dejar este mundo. Pero El murió mucho más joven que yo, paradójicamente asesinado por ser bueno y soportando grandes dolores. Yo, en cambio, había cumplido 73 años de edad, sin más dolores que las pequeñas molestias de estar en la UCI y no clavado en una cruz. Por el contrario, estaba asistido por un equipo médico de gran competencia profesional y de cariño por parte familiares, amigos y colegas de profesión. Nunca mejor dicho: el que no se consuela es porque no quiere. Tengo la impresión de que no hay mayor consuelo en este mundo que el que viene de Dios en los momentos críticos de la vida aunque parezca que no existe, que está sordo o se ha olvidado de nosotros. Por fin las arritmias y los mareos fueron perdiendo frecuencia e intensidad y empecé a pensar que todavía existía alguna posibilidad de superar la crisis si continuaba en la UCI en lugar de vagar por las habitaciones de planta del hospital. Pero nada tenía yo seguro, por lo que no había que bajar la guardia en el diálogo con la Trascendencia para que el final de mi viaje por esta vida resultara lo más feliz posible. Quedaba todavía el rabo por desollar. Me explico. Aún en la hipótesis de que la tormenta de arritmias quedara totalmente calmada, cabía pensar con mucho fundamento que el corazón quedara tan cansado y abatido que desfalleciera y dejara de latir por agotamiento. Pero esta hipótesis no se cumplió y comenzó así la segunda etapa de mi continuidad en la UCI. Había que investigar ahora la causa de las arritmias ventriculares mediante estudios exploratorios y eventualmente terapéuticos de cateterismo. Era una nueva etapa que tampoco estaba exenta de riesgos graves. A parte el seguimiento que yo hacía de los acontecimientos, el Dr. Eduardo Castellanos y su equipo me tuvieron siempre informado sobre el estado y evolución de mi enfermedad y las medidas que tomaban para salirle al paso.

Durante esta segunda etapa tuvieron lugar tres exploraciones de cateterismo con vistas a conocer con precisión el origen físico de las arritmias y proceder a su curación mediante catéter ablativo. Los dos primeros catéteres se llevaron a cabo con sedación local y el tercero, con sedación total. Antes de proceder a estas intervenciones el Dr. Eduardo Castellanos y yo mantuvimos un breve diálogo informativo y siempre estuvimos en total acuerdo en la forma de proceder. Obviamente él fue más prudente que yo tratando de ir por pasos en lugar de proceder inmediatamente al cateterismo ablativo previsto como solución final definitiva. En primer lugar había que llegar al ventrículo izquierdo por un atajo para evitar tocar la prótesis mecánica felizmente implantada en la aorta hacía veinte años. Cuando llegó el momento de proceder a la tala o eventual cauterización, según el caso, de las células responsables de las descargas eléctricas que daban lugar a las arritmias, y después de cuatro horas de trabajo, me despertaron y me dijeron que habían descartado esa intervención quirúrgica radical que habíamos previsto por considerarla innecesaria, optando por un tratamiento farmacológico convencional. Ante la imposibilidad de provocar extrasistolia ventricular de manera más frecuente para poder mapear su dinámica, decidieron dar marcha atrás optando por un tratamiento farmacológico específico en lugar de proseguir con el cateterismo terapéutico o ablativo como habíamos convenido.

El Dr. Eduardo Castellanos fue siempre muy realista y prudente en sus informaciones sobre mi situación crítica y yo traté de corresponder a su preocupación. Ustedes, le dije, están haciendo todo lo que está de su parte para sacarme adelante y lo peor que puede ocurrir es que no puedan conseguirlo y yo me muera. Pero si esto ocurre, ello sólo significa que a mí me ha llegado la hora de dejar este mundo y ustedes podrán tener la conciencia tranquila por haber cumplido responsablemente con su deber profesional. Lo demás, dejémoslo en las manos de Dios el cual de seguro que no me va a dejar por ahí tirado. Creo que este razonamiento le convenció totalmente y no hablamos más del asunto. Ahora tocaba que el equipo médico siguiera poniendo profesionalmente toda la carne en el asador y yo me pusiera en el lugar que me correspondía como paciente. El día 17 de diciembre del 2010 me comunicaron que podía abandonar el hospital y marcharme a casa. Contra todas mis previsiones, en la noche de Navidad animé con el magnífico órgano de la iglesia la solemne celebración de la Misa tradicional de medianoche en honor del nacimiento de Cristo y tuve en mis manos los primeros ejemplares de mi libro La cátedra de la vida, que yo había dado por póstumo.

Lo que ocurrió aquella noche memorable puede ser comparado con un terremoto o seísmo. Como es sabido, la gente que vive en zonas sísmicas conoce los signos que preanuncian los terremotos. Es la etapa primera del evento telúrico durante la cual los habitantes de la zona toman las debidas precauciones para salvar sus vidas del abismo. La segunda etapa consiste en el estremecimiento de la tierra desde un lugar determinado llamado epicentro. Los efectos destructivos de los terremotos o seísmos están en proporción de las cautelas tomadas durante la etapa previa de avisos, su intensidad y el tiempo de duración. El gran terremoto de Chile del año 2010, por ejemplo, fue de 8º en la escala de Richter y tres minutos de duración. A pesar de su magnitud el mundo entero quedó asombrado por el número relativamente bajo de víctimas humanas ante el gran cataclismo que devastó las zonas más próximas al epicentro. De hecho, los expertos atribuyeron el hecho de que se produjeran víctimas humanas principalmente a un error de cálculo sobre la posibilidad de que al terremoto siguiera un maremoto. La tercera etapa se refiere a las denominadas réplicas. Después del gran temblor siguen nuevos temblores de menor intensidad durante los cuales pueden producirse nuevos derrumbamientos y muertes humanas. Aplicando esta metáfora a mi caso cabe hacer las consideraciones siguientes.

ETAPA PREVIA A MI TERREMOTO CARDIACO DEL 28 DE NOVIEMBRE DEL 2010
En el mes de septiembre rechacé la invitación para participar en una gran fiesta religiosa y social en Carei, Rumania, donde tendría la oportunidad de reencontrarme con muchas personas conocidas y amigos entrañables. Por aquellas calendas no me sentía yo seguro de mí mismo y tomé la precaución de quedarme en casa en lugar de aceptar la invitación. Para el mes de diciembre estaba prevista la consulta médica convencional y presentía yo que el médico tendría que tomar alguna decisión nueva sobre el tratamiento clínico que había seguido hasta entonces. En el mes de octubre mis presentimientos fueron en aumento, sobre todo desde el día en que asistí al acto cultural de la comunidad afgana en el cine Callao de Madrid a mediados de noviembre. Fue la etapa de las cautelas previas ante la posibilidad de que el terremoto cardiaco pudiera producirse, como así ocurrió, antes incluso de la fecha prevista para la consulta médica programada.

EXPLOSIÓN DEL TERREMOTO EN LA PUERTA DE LOS SERVICIOS DE URGENCIA DEL HOSPITAL DE MADRID NORTE SANCHINARRO
Los mareos matutinos en casa que me aconsejaron marchar sin tardanza a los servicios de urgencia fueron el primer aviso de que el gran seísmo estaba a punto de producirse y había que buscar refugio sin tardanza en los servicios clínicos de urgencia. De hecho, la explosión se produjo cuando estaba entrando ya en el refugio cayendo al suelo fulminado con pérdida total de mi conciencia psíquica y sensitiva.

RÉPLICAS DE MENOR INTENSIDAD DURANTE DOS SEMANAS EN LA UCI
Sobreviví al primero y espectacular temblor en la puerta de las urgencias del hospital. Pero podía haber sucumbido después durante las réplicas que siguieron produciéndose al menos durante 24 horas. O incluso, como he dicho antes, al término de estas por agotamiento natural de energía después de la dura prueba a la que el corazón había sido sometido. Cosa que sorpresivamente no ocurrió. Dicho lo cual me parece oportuno terminar este relato con las reflexiones complementarias siguientes.

2. DOS SEMANAS EN LA UNIDAD DE CUIDADOS INTENSIVOS

Alguien entre el personal sanitario dijo que yo había sido el primer enfermo que había permanecido durante tanto tiempo confinado en la Unidad de Cuidados Intensivos sin perder la paciencia ni la estabilidad nerviosa. Yo resumiría la actitud del personal sanitario durante ese tiempo crítico con dos palabras: profesionalidad y cariño. A las ocho de la mañana comenzaba el primer turno de trabajo, el cual era reemplazado a las tres de la tarde por el equipo del segundo turno y a las 22 horas se incorporaba el equipo nocturno que permanecía allí hasta las ocho de la mañana soportando las inclemencias de la noche. Su trabajo era realmente duro durante las veinticuatro horas de servicio y a veces no lo podían disimular. Yo pensaba que sólo con la energía juvenil es posible soportar ese tipo de trabajo intensivo con enfermos muy graves que llegan constantemente, se marchan o se mueren sobre el terreno. Claro que, pensaba yo también, la juventud es un factor importante pero no lo es todo. Si estos y estas personas jóvenes que trabajan en la UCI no tuvieran sentimientos de humanidad, el cansancio en ocasiones terminaría con ellos en perjuicio de los enfermos. Pero no era así. Al menos así me lo pareció a mí. Compensaban el cansancio hablando sin tino entre ellos y ellas de las cosas más sorprendentes para los enfermos que todavía podíamos presumir del uso de nuestras facultades. Otras veces les venían ganas de cantar y hasta de bailar. Pero nunca perdían el hilo de los servicios que tenían que prestar a los enfermos. Una enferma se quejó amargamente del trato que había recibido en algún momento. Obviamente, por la forma de quejarse, yo entendí que aquella señora expresaba con sus palabras más que nada su necesidad de afecto personalizado. Pues bien, yo quedé admirado de cómo trataron de tranquilizar a la señora con paciencia, comprensión y palabras cariñosas.

En un lugar como es la UCI es lógico y comprensible que en los servicios de menor importancia se produzcan olvidos o errores sin consecuencias mayores. Tanto más cuanto que a veces hay estudiantes de medicina y enfermería que están aprendiendo a hacer las cosas. Pero esto es un aspecto anecdótico que hay que asumir con normalidad sin dar demasiada importancia a las pequeñas molestias a que puedan dar lugar esos comprensibles olvidos y errores por parte del personal sanitario en rodaje profesional. Mi impresión positiva sobre el trabajo realizado en la UCI durante mi tiempo de permanencia en aquel lugar se incrementó cuando algunos y algunas aprovecharon algunos de los escasos momentos de los que disponían para hacerme preguntas relacionadas con la bioética y mi experiencia de la vida. El Dr. Eduardo Castellanos debió comentar entre los miembros del equipo algo sobre mi dedicación a la bioética y ello dio lugar a este tipo de sabrosas conversaciones esporádicas y furtivas.

Pero en la UCI de cualquier centro hospitalario hay un tema que está actualmente sobre el tapete. Me refiero a la práctica de la eutanasia. ¿Se practicaba la eutanasia en la UCI donde yo me encontraba? Mi impresión es que no, por más que había enfermos que recibían el tratamiento que corresponde para paliar el dolor de forma eficaz sin perjuicio del uso de las facultades mentales del enfermo y no con la intención y la dosis necesaria para poner al paciente la puntilla como a un toro en el ruedo y mandarle al otro barrio. La Unidad de Cuidados Intensivos, creo yo, no puede ser confundida con una plaza de toros donde se remata elegantemente al animal y se lo arrastra después con todos los cuidados para que no sufra o deje señales desagradables de sangre. Mi impresión de que no se practicaba la eutanasia en aquel lugar quedó reforzada por el trato cariñoso, asiduo y prolongado que estaba recibiendo un enfermo vecino mío y la conversación mantenida con un médico de turno el cual me expresó el deseo de permanecer en contacto conmigo para conocer mi modo de entender la bioética como amor y servicio a la vida, especialmente la de los más débiles e indefensos.

El otro aspecto que es de justicia resaltar durante mi permanencia en la UCI del Hospital de Madrid/Sanchinarro/Norte se refiere al trato personal que recibí del personal sanitario con muestras explícitas de cariño. No quiero decir que yo recibiera un trato de privilegio por relación a los demás enfermos. Ese trato cariñoso era la constante general del personal de enfermería con todos los pacientes. Pero es de justicia que yo agradezca públicamente sus gestos cariñosos conmigo y esto es lo que pretendo. Otros enfermos lo harán de la forma que crean más conveniente. Para demostrarlo, y ello sirva de referente para otros equipos sanitarios, me parece oportuno dejar constancia de algunos de esos gestos y palabras que quedaron grabados en mi memoria.

Durante las dos semanas que permanecí en la UCI nunca perdí el control de mí mismo y esto suscitó la admiración del personal sanitario. Uno de los doctores de turno se ofreció en repetidas ocasiones a facilitarme algo escrito para leer o algún medio auditivo para escuchar música. Estaba sorprendido de que no me deprimiera o estuviera aburrido al contemplar durante tanto tiempo el desagradable espectáculo de una Unidad de Cuidados Intensivos. Le agradecí su oferta pero no la acepté alegando que prefería observar el ambiente que allí reinaba y reflexionar sobre los misterios de la vida humana. En tono de humor le dije también que la UCI era comparable a una sala de fiestas abierta las 24 horas en la que había la oportunidad de asistir a espectáculos de los más variados. Me replicó que yo era un estoico consumado y que me declaraba enfermo de honor en aquel lugar. Otro día este mismo doctor me habló de sus preocupaciones profesionales y deseo de profundizar en los problemas de la bioética para lo cual me expresó el deseo de seguir en contacto conmigo en el futuro. En otra ocasión una doctora me definió ante otro doctor como la paciencia infinita. Ni faltó quien relacionó mi actitud como enfermo en aquel lugar con la conducta de los santos. Y termino esta acción de gracias con la anécdota siguiente.

Una de las jóvenes que formaban parte de aquel precioso coro de enfermeras se acercó a mi cama, vestida ya de calle, y me dijo que se marchaba de vacaciones y deseaba despedirse de mí. La verdad es que no era esta encantadora muchacha con la que más había yo conversado mientras me prestaba los servicios de rigor. Nos limitábamos a las palabras necesarias exigidas por el servicio prestado y las rituales de agradecimiento por mi parte. A pesar de todo, desde el primer momento que nos encontramos ella me causó la impresión de ser una joven mujer con mucha personalidad. Me miró dulcemente y me dijo: me marcho por algún tiempo con motivo de las próximas fiestas de Navidad pero no quiero hacerlo sin despedirme antes de ti. Como es obvio, la agradecí el gesto y la desee como pude lo mejor para ella. Intercambiamos algunas palabras más y sentenció mirándome fijamente con cariño: “Niceto, eres un hombre maravilloso”. La prometí que no la olvidaría nunca y desapareció.

El día en que anunciaron mi salida de la UCI para instalarme en una habitación normal del hospital alguien me sugirió que no abandonara el centro sanitario sin pasar antes por la UCI y despedirme del personal. El día 17 de diciembre del 2010 el médico de turno me comunicó que podía marcharme a mi casa cuando lo deseara. Le pregunté a qué hora debía dejar libre la habitación y me respondió que nadie me ordenaba marchar del hospital y que decidiera yo el día y la hora más de mi agrado. Así lo hice pero antes me presenté en la UCI vestido de calle como si allí nada hubiera ocurrido conmigo. La despedida no pudo ser más emocionante. Me cubrieron de besos y abrazos y no escasearon las lágrimas de alegría. La razón de esta despedida feliz estaba clara para todos. Entré allí con el corazón roto y ellas y ellos me lo habían devuelto restaurado derrochando conmigo profesionalidad clínica y cariño. Desde lo más profundo de ese corazón restaurado, a vosotras y a vosotros: ¡gracias!

3. DIÁLOGO VITAL CON LA TRASCENDENCIA

Una de las preguntas que recibí con mayor ansiedad por parte de algunas personas que tuvieron conocimiento de mi situación en la UCI fue si no tuve miedo ante la eventualidad de la muerte. Para que se comprenda mejor mi respuesta a esta comprensible pregunta me parece oportuno hacer una precisión conceptual previa. El miedo es un estado emocional que se produce cuando nos hallamos ante un mal inminente o ya presente. Hay gente que siente miedo con solo pensar en la muerte. Otros se sienten en ese estado de ánimo cuando están enfermos y piensan que pueden morirse. De otras personas se dice que no tienen miedo ni a la muerte. Pero aquí hay mucha tela que cortar. A veces esa presunta pérdida del miedo a la muerte sólo es consecuencia de un lavado cerebral previo al modo como tiene lugar en la educación militar o en los que son preparados para perpetrar atentados terroristas lo mismo de signo político que religioso. El miedo, insisto, a ese estado de ánimo que se produce en nosotros cuando nos hallamos ante un mal inminente o ya presente. Suele decirse que el miedo es libre para tenerlo por unos motivos o por otros. Por ejemplo, sentimos miedo ante la presencia de un terrorista que termina de asesinar a una persona, ante una gran tempestad desatada en la tierra o en el mar o al sentir los pasos de quienes vienen a buscarnos para llevarnos a la muerte por razones políticas o de pura venganza humana. Hay gente más menos miedosa de acuerdo con la idiosincrasia de su personalidad.

En el lenguaje ordinario, sin embrago, muchas veces no se distingue entre el miedo y el temor aunque existe una diferencia importante entre estos dos estados emocionales. El temor es un estado de ánimo que surge ante un mal posible pero que lo vemos como todavía lejano. Así, por ejemplo, todo el mundo teme ante la muerte ajena pero pocos se hacen a la idea de que esta les puede salir al paso también a ellos en cualquier momento. Este temor no perturba el ritmo normal de sus vidas y después de enterrar al muerto se consuelan diciendo que la vida continúa porque ven la muerte propia como un mal siempre lejano, sobre todo entre la gente joven. El miedo, sin embargo, tiene lugar cuando nos percatamos de que un gran mal nos viene encima de forma inminente o que ya lo estamos palpando. La máxima expresión de ese estado emocional tan desagradable es lo que denominamos terror. Hay quienes viven habitualmente en estado de miedo y de terror ante situaciones de desgracia que sólo tienen lugar porque hay personas o instituciones políticas o sociales que están interesadas en que existan.

Hechas estas matizaciones, mi respuesta a la pregunta planteada sobre si tuve miedo a morirme durante la estadía en la UCI es negativa. No recuerdo haber tenido miedo en el sentido que termino de definirlo. Temí mucho, eso sí, que mi muerte podía producirse en cualquier momento por falta de la irrigación sanguínea cerebral, que era impedida por la tormenta de arritmias. Temí incluso con fundamento que, apagada la tormenta, el corazón dejara de latir por agotamiento natural. Este temor era muy razonable, lo tuve en todo momento y por ello me despedí de todo y de todos. Pero no recuerdo haber vivido las sensaciones perturbadoras del miedo propiamente dicho. Lo cual, me parece a mí, tiene la explicación psicológica siguiente.

Desde el primer momento en que sentí la necesidad de solicitar los servicios médicos de urgencia se activó en mí el diálogo interior con la Trascendencia, al que estaba habituado. Esta fue la etapa previa del seísmo cardiaco que se manifestó en la puerta del centro sanitario. A partir de ese momento todos los acontecimientos que siguieron en la UCI sirvieron para no bajar la guardia del diálogo. Por una parte la mente estuvo siempre lúcida, lo que me permitió asumir con natural realismo la eventualidad cercana de la muerte. Pues bien, y esto es importante, entre este auto-seguimiento racionalizado de los acontecimientos y el diálogo con la Trascendencia no quedaba margen o espacio psicológico para el miedo y lo único que me importaba era descansar de la forma más dulce posible en Dios, convencido de que, como Padre bueno y misericordioso que es, no me iba a dejar tirado en el camino del más allá como no lo hizo con Cristo muriendo en la cruz sino que, a pesar de las apariencias humanas, de hecho estuvo siempre con Él. Entiendo que cuando uno conserva la mente lúcida analizando lo que le acaece y embarcado al mismo tiempo en un diálogo abierto y amoroso con Dios, no queda espacio psicológico para el miedo. Una cosa es temer que uno pueda morirse aquí y ahora y otra muy distinta sentir miedo a la muerte, la cual no es nadie que nos sale al encuentro para quitarnos la vida sino el término final del desgaste natural de la misma. Al menos cuando acaece dentro de los parámetros normales de la vida de las personas. Los sentimientos de temor ante la muerte son razonables y hasta el propio Cristo los padeció. Pero el miedo, insisto, no tiene cabida o espacio psicológico cuando entra en juego el diálogo directo con la Trascendencia bien entendida.

Ese diálogo debe iniciarse cuando estamos sanos y en pleno uso de nuestras facultades mentales en lugar de dejarlo para cuando es demasiado tarde. Volveremos brevemente en el último capítulo sobre esta cuestión, pero antes me resulta grato decir que, según mi experiencia, el Dios de la vida real, y no sólo de los conceptos filosóficos o teológicos de despacho académico, se hace presente en los momentos críticos de la vida sobre todo como CONSOLADOR. El mensaje teológico del Sermón de la Montaña está transido de esta realidad que es fácil de verificar en la vida cotidiana. Pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, más allá de las injusticias humanas, del desprecio, el odio y la muerte, Dios está a nuestro lado sin percepción sensible, pero de una forma tan real y eficazmente consoladora como lo fue para el propio Cristo, para los verdaderos mártires cristianos y todas aquellas personas intelectualmente sanas y de buen corazón. La parábola evangélica del hijo pródigo refleja esta misma realidad de una manera literaria realmente bella y teológicamente realista.

4. LAS ARRITMIAS CARDIACAS Y MORALES

Las arritmias, como es sabido, constituyen un trastorno de la frecuencia o ritmo cardiaco. Cuando los latidos del corazón son demasiado rápidos se habla de taquicardia y cuando son demasiado lentos o irregulares se habla de arritmias propiamente dichas o bradicardia. Cualquier cambio en el sistema de conducción eléctrica normal del corazón puede ser causa de que éste lata de forma irregular o arrítmica, es decir, a un ritmo cardiaco demasiado lento o demasiado rápido. Estos desequilibrios rítmicos conducen fácilmente a la muerte si no son controlados a tiempo.

Pero el corazón tiene, además de una función biológica específica de bombeo sanguíneo, un significado metafórico en el orden sentimental y moral. Se habla así de personas de buen corazón y de mal corazón, lo cual se dice en términos éticos y morales de las personas de buena o mala conducta, de buena o mala voluntad y de buenos o malos sentimientos. En este sentido translaticio y metafórico cabe hablar de los trastornos y desgracias humanas que se derivan de los sentimientos de odio, rencor, desamor en general y malos tratos a la vida personal y a la de los demás. Cuando estos sentimientos anidan en el corazón de una persona resulta muy difícil, si no imposible, que ésta disfrute de paz interior, ordene correctamente su vida y consiga liberarse del miedo en los momentos críticos de la existencia.

Dije antes que cuando en esas situaciones se abre un diálogo abierto con la Trascendencia no queda espacio psicológico para el miedo. Pero cabe pensar también con fundamento que si una persona llega a esos extremos de la vida con arritmias morales (sentimientos de desamor, de odio, de rencor, o con la mala conciencia de haber maltratado o destruido la vida de alguien), el miedo termine invadiéndola por todas partes. Si las arritmias cardiacas han de ser tratadas lo antes posible tan pronto se manifiestan sus síntomas, las arritmias morales han de ser tratadas y erradicadas con mayor diligencia aún cuando nos encontramos en la plenitud de nuestras facultades físicas y psíquicas y no esperar al último momento cuando ya sea demasiado tarde.

El diálogo abierto, amoroso y confiado con la Trascendencia es indispensable para afrontar la muerte con auténtica dignidad humana, y de ahí la conveniencia de que ese diálogo se inicie lo antes posible sin esperar a que sea tarde. Este diálogo puede hacerse a nivel científico, filosófico y teológico durante los años de plenitud biológica y psíquica. Es claro que ni la ciencia, ni la reflexión filosófica ni teológica ofrecen una imagen satisfactoria del Dios vivo cercano a los seres humanos y a sus problemas. Pero si ese diálogo se ha iniciado alguna vez de forma intelectualmente honesta y sin prejuicios gratuitos, cabe pensar también que el resultado termine siendo feliz. El hombre pone su vida y su buena voluntad y Dios, antes o después, de una u otra forma, termina poniendo el resto.

Sé por experiencia que el iniciar y mantener ese diálogo con la Trascendencia a lo largo de la vida encuentra actualmente serias dificultades para muchas personas a causa de los fanatismos científicos, culturales, políticos y religiosos. Pero es inútil dar coces contra el aguijón. La vida termina igualándonos a todos con la muerte y, como reza el refrán, al final el que se salva sabe y el que no se salva no sabe nada. O, como decía Jesucristo, el que tenga oídos para oír, que oiga. En cualquier caso tampoco es demasiado lo que se requiere para entablar ese diálogo consolador con la Trascendencia. Basta un mínimo de buen corazón sin arritmias morales y no enquistarse cerrilmente en meros análisis científicos, conceptos filosóficos o teológicos de despacho, o lo que es peor, en fanatismos políticos, religiosos o ambas cosas a la vez. Una reflexión final importante después de este relato es la siguiente.

Me gustaría poder precisar el tiempo exacto que duró el “blackout” total que me hizo perder la percepción psíquica y física de mí mismo y del mundo que me rodeaba. Como es obvio, yo no había sido anestesiado ni total ni parcialmente. Tampoco puede decirse que estuve en “coma” irreversible. Y menos aún que estuviera dormido. ¿Estuve muerto y volví a la vida? Esta es la cuestión. Cuando estamos profundamente dormidos, totalmente anestesiados o en “coma” no estamos muertos ya que hay unas constantes vitales que no pierden su actividad. Cuando tal actividad desaparece el cuerpo desfallece totalmente y se desactivan con mayor o menor rapidez todos los recursos biológicos. Es un error muy grave pensar que una persona está muerta por el mero hecho de que no puede emitir signos de vida perceptibles por quienes la rodean. Yo mismo viví esta experiencia después de una intervención quirúrgica con anestesia total. Yo era plenamente consciente de que los que me acompañaban durante el posoperatorio, incluido el cirujano, estaban muy preocupados porque pasaba el tiempo y yo no daba señales perceptibles de vida. Sin embrago, yo era plenamente consciente de cómo iba despertando lentamente y de forma agradable. Un amigo mío filósofo explica cómo se percataba de lo que ocurría a su alrededor a raíz de un accidente de tráfico en el que perdió la vida su compañero de viaje y el personal de socorro se disponía a darle también a él por muerto en razón del estado lamentable en que había quedado su cuerpo aparentemente muerto.

Por lo que se refiere a estado de “coma” es obvio también que el paciente pierde toda su capacidad de emitir signos de vida. Pero hay estados de “coma” reversibles e irreversibles. Cuando esto últimos ocurren resulta relativamente fácil constatar el proceso de desactivación biológica que tiene lugar en el cuerpo hasta que se produce el desenlace final. Hago estas precisiones para destacar una vez más que yo perdí totalmente la capacidad de percepción psíquica y física sobre mí mismo y el mundo que me rodeaba sin estar dormido, anestesiado ni en coma irreversible. Así las cosas, surge una pregunta apasionante: ¿estuve muerto y volví a la vida, o existe un estado intermedio entre mi “blackout” total psíquico-somático y la muerte propiamente dicha? Para dar respuesta a esta apasionante pregunta yo necesitaría conocer el tiempo exacto que duró mi bloqueo vital. La medición científica de ese tiempo y del tiempo microscópico en que se produce la singamia en la generación de los seres humanos es una pregunta cuya respuesta adecuada no existe todavía, y que podría ayudar mucho a responder a cuestiones profundas filosófico-teológicas y éticas sobre la génesis y muerte de la vida humana.

5. ¿UNA MUERTE PROVISIONAL Y DE ENSAYO?

Desde que empecé a marearme hasta que caí al suelo y perdí absolutamente la conciencia de mí mismo y de mi entorno transcurrió un tiempo brevísimo comparable al que transcurre desde que el anestesista inyecta la anestesia y el paciente queda sin la conciencia de sí mismo, de su entorno y de todo lo que ocurre en su cuerpo durante una intervención quirúrgica de varias horas de duración. Igualmente, desde que yo empecé a retomar la conciencia de mí mismo y de mi entorno transcurrió también un tiempo brevísimo, como si de un cerrar y abrir de ojos se tratara. Lo cual tuvo lugar, además, de una manera dulce y agradable, como si despertara de un sueño feliz, sin ningún daño en mi cuerpo por la caída ni rastro de dolor alguno sufrido durante el apagón total de mi conciencia.

Mi estado de inconsciencia total, insisto, no fue el de un anestesiado, el de un dormido profundo ni el de un enfermo que entra en estado de coma profundo e irreversible. Lo único común con estos tres estados fue la pérdida total y absoluta de mi conciencia sobre la realidad psíquica y física de mí mismo y del mundo que me rodeaba. Así las cosas, surge una vez más la pregunta: ¿Estuve muerto y volví a la vida? En la hipótesis de que hubiera estado realmente muerto, yo no puedo afirmar ni negar que en la otra orilla hay algo, alguien o nada. Mi retorno al mundo de la conciencia, insisto, fue dulce y agradable sin la menor sensación de haber sufrido ni de haberme encontrado con ningún tipo de realidad de ultratumba. Pero, si no estuve muerto, y tampoco dormido, anestesiado o en coma, ¿cómo estuve durante ese tiempo y cuánto duró esa situación desconocida?

Para dar algún tipo de respuesta a esta gran pregunta yo necesitaría saber el tiempo real que transcurrió desde que empecé a marearme en la puerta de las urgencias del hospital hasta que empecé a recuperar la conciencia totalmente perdida. Con los datos anteriores y este dato fundamental cabría deducir alguna conclusión interesante sobre la realidad de la muerte y el más allá desde mi propia experiencia personal. Pero, dado que no dispongo de este dato fundamental, me parece más prudente no hacer comentarios hipotéticos y faltos de fundamento en la realidad. La gran pregunta que queda en el aire es la siguiente: ¿Existe un tiempo intermedio entre la pérdida total de la conciencia sobre nosotros mismos y nuestro entorno real, y la muerte propiamente dicha? Si la respuesta a esta pregunta fuere positiva, surgen otras preguntas no menos apasionantes. Por ejemplo: ¿Cuánto tiempo puede durar esa situación sin caer en la muerte y qué ocurre durante el mismo? ¿Qué factor o causa determina el retorno a la plena conciencia? Y si Dios existe, que es lo más probable, ¿qué ocurre durante ese tiempo de “muerte provisional” en relación con Él? NICETO BLÁZQUEZ, O.P.